La muerte del general Chupina

Estoy plenamente consciente de que por el hecho de escribir estas palabras me estoy exponiendo innecesariamente a la intolerancia e incomprensión y a la implacable crítica de las personas que por principio odian a todos los militares en general, ya sea porque sencillamente les desagrada y repudian la profesión castrense, o porque alguna vez han tenido una mala experiencia con algunos de ellos en particular. Podría guardar un cómodo silencio y no escribir absolutamente nada sobre la reciente muerte del general de brigada Germán Armando Chupina Barahona, acaecida durante la mañana del domingo pasado, por causa natural, a los 86 años de edad, como consecuencia de un infarto cardíaco y paro respiratorio, en su casa de habitación ubicada en la población de Boca del Monte, municipio de Villa Canales. Pero no me da la gana guardar silencio.
No podría decir que fuimos amigos, porque jamás cultivamos una relación de amistad, pero lo conocí cuando desempeñaba el cargo de Director General de la Policía Nacional y le hice una larga entrevista para el ya desaparecido periódico Impacto y eso me sirvió para conocer un poco de su vida, de su trayectoria, de su entrañable amor por Guatemala y algo de su pensamiento. Me causó buena impresión porque me pareció un militar disciplinado y responsable que sabía que tenía sobre sus hombros la importante y delicada responsabilidad de dirigir esa entidad para garantizar la seguridad de los guatemaltecos y, en lo que le correspondía, preservar la estabilidad del gobierno del que formaba parte, por lo cual tenía que ser firme para combatir a la subversión urbana. Y él lo hizo con firmeza, de acuerdo a las circunstancias. Por otra parte, supe de muchas personas que le estaban agradecidas porque les había salvado la vida o había rescatado de un secuestro extorsionador a algún pariente o a ellos mismos. Los guatemaltecos somos demasiado exigentes e injustos con los funcionarios encargados de velar por el orden y luchar contra la delincuencia. Cuando no logran poner un alto a las actividades delincuenciales, decimos que son incompetentes, pero protestamos cuando adoptan medidas drásticas que podrían causarnos alguna insignificante molestia. Les exigimos que impongan el orden, pero sin que nos cause ninguna molestia. Somos muy elocuentes para las críticas, pero somos parcos para el reconocimiento y el elogio.
Sé que durante su desempeño como Director General de la Policía Nacional, el general Chupina cometió excesos y errores, porque era imperfecto, como lo somos todos los seres humanos. Pero fue un hombre cabal y responsable en sus obligaciones, y así como fue implacable con los infractores de las leyes y el orden, que le odiaban mortalmente, fue sobre todo un amigo leal. Por eso no me da la gana quedarme callado y, frente a quienes no le perdonan ni muerto por sus acciones, siento necesidad de despedirlo con estas palabras y desearle descansar en paz.
Con esto no necesariamente estoy diciendo que estuve de acuerdo con todo lo que él hizo. Por el contrario, estuve en desacuerdo con algunas de las medidas que tomó, pero comprendo que es diferente ver los toros desde la barrera que en el ruedo.
Por ejemplo, creo que el lamentable episodio en las oficinas de la embajada de España pudo haberse resuelto de una manera menos trágica, con lo cual se habría evitado el incendio que provocaron los campesinos del Quiché, encabezados por Vicente Menchú, dirigente del Comité de Unidad Campesina (CUC), brazo armado de la guerrilla, y los estudiantes universitarios integrantes de una célula subversiva comunista que les dirigió en la malhadada ?Operación Subida? cuando invadieron las instalaciones diplomáticas españolas con la cara cubierta con pasamontañas y armados de pistolas y botellas llenas de gasolina o cócteles molotov. Se pudo haber impedido que hubiesen lanzado a los policías una de las botellas con gasolina que llevaban y fue la verdadera causa de que estallaran todas las demás y causaran la muerte inmediada a 37 personas, por sofocación. Quizás habría sido mejor que los agentes de la Policía Nacional no trataran de entrar por la fuerza al edificio, pero tenían órdenes de hacerlo con el entendible propósito de devolver el control de las instalaciones a los legítimos ocupantes y salvar la vida a todos los rehenes, entre quienes se encontraban el ex Vicepresidente licenciado Eduardo Cáceres Lehnhoff y el ex ministro de Relaciones Exteriores licenciado Adolfo Molina Orantes y el catedrático de la facultad de Derecho de la USAC, doctor Mario Aguirre Godoy, quien tuvo la suerte de escapar a tiempo.
Además, el inciso 2) del artículo 22 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, dice lo siguiente: ?El Estado receptor tiene la obligación especial de adoptar todas las medidas adecuadas para proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad?. Por consiguiente, era deber del gobierno restablecer el orden en esa embajada y devolver el control de sus oficinas al embajador y demás personal diplomático y administrativo de la misión española.
El propósito era justo y necesario, no cabe duda, porque las autoridades del país anfitrión no podían tolerar que unas personas ajenas al personal diplomático y administrativo de ese misión se apoderasen impunemente de esas instalaciones y tomaran como rehenes a todas las personas que se encontraban dentro, incluyendo a esos dos ilustres personajes guatemaltecos que habían sido engañados y llevados con trampa por el nefasto embajador comunistoide Máximo Cajal y López, quien seguramente algún día va quemarse a fuego lento en el Infierno que dice el papa Benedicto XVI que existe.
Quizás no habría sentido este deseo irrefrenable de escribir estas palabras si no hubiese leído y escuchado las expresiones de odio y sed de venganza de algunas personas que, obviamente, jamás le perdonaron que cumpliese con su deber costitucional como Director General de la Policía Nacional en aquellos días de extrema violencia cuando las fuerzas clandestinas de las guerrillas sembraban el terror y estaban a punto de derrocar al gobierno establecido que presidía el general Fernando Romeo Lucas García, de quien Chupina nunca dejó de ser un fiel amigo y valioso colaborador.
Los enemigos jurados del general Chupina, sobrevivientes de aquellas luchas fratricidas o decendientes de los que murieron como consecuencia de la represión oficial, particularmente quienes como la compatriota Rigoberta Menchú Tum -para escarnio de la historia de la humanidad premio Nobel de la Paz 1992- y sus camaradas o aliados trataron infructuosamente, por todos los medios a su alcance, de extraditarlo a España para que terminara allá los últimos días de su vida metido en una mazmorra española. Sólo así habrían podido satisfacer su insaciable sed de venganza, pero ahora han llegado al extremo de expresar que lamentan que el general Chupina haya muerto por causa natural, en su casa, rodeado de su familia, en su propia cama, antes de haber sido extraditado. Estos enfermos de odio se lamentan de que haya fallecido antes de que ese jilipollas o bellaco juez de la Audiencia de España hubiese logrado su malévolo propósito de arrancarlo de su vieja querencia de Boca del Monte para llevárselo a que terminara los últimos días de su vida en una carcel española. Pero la Corte de Constitucionalidad, consciente de nuestra soberanía, respondió a sus pretenciones como se dice vulgarmente “¡Huevos Tula!”
Ha sido tan grande y tan mezquina la ingratitud de quienes odian al general Chupina aún muerto, que han tratado de negar que a pesar de su origen tan humilde y de sus inicios cuartelarios, se graduó de Escuela Politécnica. Pero, aunque les duela, Germán Chupina Barahona se graduó de la máxima escuela militar de Guatemala en 1956 con la promoción 57 y el número 1537.
Que en paz descanse el general Chupina. Aunque quienes le odian por haber cumplido con sus obligaciones no podrán descansar en paz del coraje de que les dá que nunca lograron su propósito de que fuese extraditado a España para que muriera solo y abandonado, lejos de su patria, en una cárcel española para satisfacción de la premio Nobel de la paz y de todos sus izquierdosos corifeos.
Pero Dios no quiso que así fuera y le hizo morir tranquilamente en su casa y rodeado de sus seres queridos, en vez de que sus enemigos se hubiesen dado el gusto de verle morir en una cárcel de España. La corte de la Audiencia Nacional de España se llevó un plantón, porque nunca logró extraditarle, y el general Chupina ya se encuentra ante la Corte Suprema de Dios para dar cuenta de su vida. Si es que de verdad hay un Juicio Final -como dicen- él tendrá que someterse al vereicto de la justicia de Dios, porque los hombres no debemos ser jueces imparciales de los hombres.
Al morir fue velado y enterrado con honores militares -como correspondía a su alto rango- y sus restos reposan en el cementerio de su amado pueblo Boca del Monte, donde él vivió tantos años y siempre quiso que fuese su última morada.

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