La vida está llena de sorpresas y algunas de ellas son afortunadas y agradables, pero otras son tristes y dolorosas. Pocas cosas en la vida son tan tristes para mí como perder a un amigo. No porque haya pasado ?a mejor vida?, como comúnmente llamamos a la muerte, sino porque su comportamiento nos demuestra que, después de todo, no era tan amigo como uno creía. Cuando se ha vivido tantos años como yo se llega a un momento en el que se tiene que hacer un balance de pérdidas y ganancias de los amigos que tenemos y, dolorosamente, debemos dar de baja a unos cuantos que uno ha creído que eran amigos pero nos demuestran que después de todo no eran tan amigos como creíamos.
Uno de estos casos fue para mí, por ejemplo, el del famoso canta-autor argentino Facundo Cabral, a quien durante muchos años creía que era mi amigo y le traté como tal por todas partes donde nos encontrábamos, sobre todo aquí, donde siempre le abrí las puertas de mi casa y compartí con él mi pan y mi vino, además de que le creí todas las ?macanas? que me decía, hasta que un día desafortunado le encontré en un café en el barrio de La Recoleta, en Buenos Aires, y me trató con una gran indiferencia, como si no fuésemos amigos, como ingenuamente yo creí todo el tiempo, sino simples conocidos. En otras palabras, se comportó como lo que es: ¡como un farsante! Después de ese desagradable incidente he tenido oportunidad de descubrir que son mentiras la mayor parte de las cosas que dice en sus presentaciones teatrales en las que relata historias fantasiosas y habla con familiaridad de ciertas personalidades como la difunta Madre Teresa de Calcuta, a quien se refiere simplemente como Teresa, como si fuese su íntima amiga, aunque en verdad nunca lo fue. Pero, bueno, reconozco que hay poesía en sus discursos profesionales y comprendo que son interesantes sus mentiras, porque son parte esencial de sus presentaciones teatrales. Y mi mala experiencia personal la debo cargar al balance de perdidas y ganancias, borrar su nombre de la lista de amigos y ¡qué fregados! ¡si te ví, no me acuerdo! ¡Que vaya a tiznar a su madre!
En la actividad periodística, a la que yo he dedicado toda mi vida, uno puede equivocarse muchas veces cuando cataloga como amigos a personas que realmente no lo son, sobre todo entre quienes se dedican a la política, y hay que estar preparados para que no nos duela mucho descubrir algún día que a quienes considerábamos amigos han sido unos oportunistas que han explotado lo que les ha convenido de nuestra actividad profesional. Pero esas pérdidas son realmente ganancias porque cuando se tiene amigos como ellos es mejor no tener amigos.
Sin embargo, es triste y duele mucho tener que dar de baja a alguien a quien uno consideraba un gran amigo, más que un hermano, pero los altos y bajas de las vicisitudes de la vida los han alejado y han demostrado que no eran tan amigos como creíamos. ¡Eso sí que es triste y doloroso!
El periodismo no produce riquezas materiales porque las compensaciones económicas son muy limitadas, pero hay que tener que soportarlo cuando se tiene vocación de periodista. La mayor riqueza que puede llegar a tener un viejo periodista -como yo- es la de tener muchos amigos que hemos hecho en el transcurso de la vida. Por eso siempre me he vanagloriado de tener muchos amigos en todas partes donde he estado, aunque después haya tenido que reconocer con tristeza en algunos casos que yo he sido amigo de ellos, pero ellos no han sido amigos míos cuando mi amistad ha dejado de ser importante para ellos. Hay uno particularmente que desde hace algún tiempo me ignora como si ya estuviese muerto, al extremo que ni siquiera recibe mis llamadas en su teléfono celular ni contesta los mensajes que le he dejado. Es muy triste y doloroso que le den por muerto a uno. Por lo cual no he vuelto a llamarle más.
He descubierto con profunda tristeza que tenía razón una persona que predijo que al dejar de ser columnista de El Periódico iba a descubrir que se van a alejar de mí algunos de esos amigos míos que antes me ayudaban, me llamaban por teléfono a menudo, visitaban mi casa para compartir mi mesa y mi vino y a su vez me invitaban a ir a restaurantes y a su casa. Pero mi amistad dejó de interesarles porque seguramente eran amigos del columnista que eventualmente podía servir a sus intereses, pero no lo eran del pobre de mí que carezco de importancia. Y por eso se han alejado. Comprendo que así es la vida -¡y qué fregados!-, y no es que me queje. Sólo quise compartirlo con ustedes. Además, el simple hecho de decirlo es una forma de desahogarme y me sirve de terapia.