Un año después de la tragedia ocurrida en la Embajada de España en Guatemala.
Durante los años de la llamada “Guerra Fría” entre las dos potencias hegemónicas mundiales: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y los Estados Unidos de América (EUA), las organizaciones subversivas comunistas pusieron de moda las “tomas” de embajadas y edificios públicos, cuyo objetivo era llamar la atención mundial para plantear alguna protesta contra el gobierno del país. Esa práctica se extendió a lo largo de toda América Latina, y cuando no eran embajadas fueron edificios públicos, como pasó en Colombia, donde se apoderaron del Congreso en Bogotá, y en Managua (Nicaragua) tomaron por asalto el Palacio Nacional. En el primer caso fueron rechazados sin piedad por las fuerzas de seguridad combinadas, hasta con tanques de guerra, y como consecuencia murieron varias personas, algunas de ellas inocentes; pero en Nicaragua, el presidente Anastasio (“Tachito”) Somoza Debayle prefirió no emplear la violencia y Edén Pastora, el legendario “Comandante Cero”, y sus muchachos de la Alianza Revolucionaria Democrática (ARDE) salieron bien librados, en un avión del gobierno nicaraguense a Panamá, hasta con un millón de dólares entre la bolsa, donde fueron recibidos como héroes por el general Omar Torrijos y después en Caracas por el presidente Carlos Andrés Pérez. En Guatemala, primero fueron invadidas disque “pacíficamente” las oficinas de la embajada de España, durante el gobierno del general Fernando Romeo Lucas García, por un grupo de campesinos del Quiché que estaban dirigidos por Vicente Menchú, secretario del CUC (brazo armado de la subversión) y por una célula urbana del Ejército Guerrillero de los Pobres, armados con pistolas, machetes y bombas molotov, que al entrar gritaron a los ocupantes de esas instalaciones que se trataba de un asalto y que no debían informar a las autoridades porque estaban “dispuestos a todo. ¡A morir si fuese necesario!”; y después las oficinas de la embajada de Brasil durante el régimen de facto del General Efraín Ríos Montt.
En México se llevaron a cabo numerosas tomas de embajadas, La mayoría de ellas antes de que yo asumiera la Embajada de Guatemala. Cuando ya era embajador, presentía todo el tiempo que algún día podrían ser tomadas las oficinas que ocupaban la embajada y el consulado, en el quinto piso de un viejo edificio en el número 1 de la calle Vallarta, a corta distancia del monumento a la Revolución. Sobre todo después de lo que había sucedido en la embajada de España en Guatemala el 31 de enero de 1980, por la irresponsabilidad criminal del repudiado y nunca suficientemente insultado embajador Máximo Cajal y López.
Estando en mi despacho una mañana, atendiendo a unas personas, escuché de pronto un escándalo de gritos que provenían de la sección del Consulado, a la entrada de la mitad del quinto piso que ocupábamos, pero había una puerta de madera con vidrios opacos que separaba a las oficinas del Consulado de las oficinas de la Embajada. ¡En el acto sospeché que se trataba de una “toma por invasores”! ¡Dicho y hecho! Pocos minutos después sonó mi teléfono directo y resultó que era el Ministro Consejero de la Embajada, Mayor Alfonso Prera Sierra, quien en ese momento se encontraba platicando con el Cónsul Ángel Alberto Gaitán Hernández, cuando entraron los invasores, y me dijo con voz alarmada: “Embajador, un numeroso grupo de campesinos de Oaxaca, activistas de una organización de izquierda, se han apoderado de nuestras instalaciones y quien los encabeza quiere hablar con usted”. Le respondí: “¿A sí? ¿Cuántos son?” Y me contestó: “¡Son como cien, entre hombres y mujeres!” Entonces le dije: “Pregúntele a ese señor su nombre completo y el tema sobre el cual quiere hablar conmigo. Además, explíquele que antes de hablar conmigo debe hablar primero con mi secretaria para concertar una cita, porque tengo una agenda muy ocupada”. Y agregué: “Dígale que cuando tenga tiempo lo atenderé con mucho gusto“.
Así lo hizo el Mayor Prera, pero al cabecilla de los invasores le molestó mucho y antes de un minuto el Mayor Prera me volvió a llamar y me dijo que mejor le iba a pasar el teléfono al cabeccilla de los invasores, quien sin andarse con rodeos me dijo: “Embajador, somos muchos y venimos dispuestos a lo que sea. Por de pronto, el Cónsul, el Ministro Consejero y el resto del personal del Consulado son nuestros rehenes. Y terminó diciéndome enfáticamente: “¡Le doy diez minutos para que se presente aquí!”.
No sé de dónde saqué el valor para contestarle: “Supongo que usted sabe que es ilegal lo que están haciendo, porque están invadiendo una embajada, lo cual compromete al gobierno de México, porque de acuerdo a la Convención de Viena sobre las relaciones diplomáticas, los gobiernos de los países anfitriones tienen la obligación de garantizar la seguridad y la tranquilidad de las misiones diplomáticas acreditadas. Y ustedes están violando tanto nuestra tranquilidad como nuestra seguridad. Así que háganme el favor de evacuar nuestras oficinas lo más pronto posible, porque de lo contrario voy a tener que informarlo a las autoridades competentes para que vengan a sacarles por la fuerza”. Esto enfureció tanto al cabecilla de los intrusos que me dijo: “Vea embajador… ¡no me chingue! Yo no estoy jugando. Si no se presenta aquí en quince minutos vamos a romper la puerta divisoria para ir a sacarlo por la fuerza”. Y me colgó. Entonces yo llamé a ese mismo teléfono para pedirle al Mayor Prera que le dijera a ese individuo que yo le daba 15 minutos para salir de la Embajada, porque de lo contrario vería que los sacaran a la fuerza. Inmediatamente después llamé al Secretario de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda Álvarez de la Rosa, un socialista de salón que ya había demostrado que no simpatizaba ni con los militares en general, ni con un gobierno del cual fuese Presidente un militar, ni con su gobierno… ¡ni conmigo! Y cada vez que podía me lo hacía sentir. Además, detestaba que yo tuviera amistad personal y comunicación directa con el Presidente López Portillo, y en más de una ocasión comentó que yo “me saltaba las trancas protocolarias”. Lo cual era verdad, no lo niego. Lo hacía autorizado por el Presidente López Portillo. Y lo mismo hacía en Guatemala por mi amistad con el Presidente Lucas. Después de un par de minutos me contestaron que el Canciller Castañeda no estaba en su despacho. Entonces pedí hablar con el subsecretario, licenciado Alfonso de Rosenzweig-Díaz (también de tendencia socialista), quien a pesar de ser pariente de don José Azmitia y de la familia Toriello de Guatemala y de que cuando su papá era Embajador de México se casó aquí con la bella colombiana “Cuqui” Vásquez, hija del embajador de Colombia, no tenía simpatía por los guatemaltecos por varios motivos, entre ellos probablemente el principal era que la “Cuqui” le puso cuernos con varios guatemaltecos. Razón por la cual siempre había procurado jamás colaborar ni ser cordial con los anteriores embajadores de Guatemala, hasta que yo llegué y se dió cuenta de que tenía una estrecha amistad con el entonces Secretario de Relaciones Exteriores, licenciado Santiago Roel, y con el presidente López Portillo, por lo que cambió totalmente su actitud. Pero me contestaron que él tampoco estaba. Pregunté si se encontraba el Director de la sección de Centroamérica, y me dijeron que tampoco. Comprendí que todos se estaban negando, probablemente en reciprocidad a que el Canciller de Guatemala, Eduardo Castillo Valdés y el subsecretario Alfonso Alonso Lima no atendieron las llamadas del embajador de España, Cajal y López, cuando se produjo la invasión y la consecuente tragedia en sus oficinas. Entonces pregunté con sorna si no había ninguna persona encargada de la Cancillería mientras todos los antes mencionados no se encontraban, y me contestaron que solamente estaba el segundo jefe de protocolo. Aunque sabía que éste no podría hacer nada en este caso, pedí hablar con él. Y cuando le informé detalladamente lo que sucedía, me contestó: “Vea embajador, en estos casos lo mejor es contemporizar con ellos para que no se pongan violentos. Como comprenderá, la Secretaría de Relaciones Exteriores no puede hacer nada en estos casos. Fíjese que al mismo tiempo que la embajada de Guatemala, han sido tomadas las embajadas de Suiza y la de la India”. Por lo que le contesté: “Ah!… Comprendo. Yo veré la forma de resolverlo”.
Entonces recordé que tenía el número de teléfono privado del Director de la Policía del Distrito Federal, “general” Arturo, alias “El Negro”. (Lo de general lo puse entre comillas porque sin ser militar se autoconfirió ese grado y vestía vistosos uniformes a su gusto, al estilo del dictador libio Kadafi). Por buena suerte lo encontré y le conté lo que estaba sucediendo. Yo había conocido a Durazo cuando trabajaba de guardaespaldas en un bar muy alegre que se llamaba “Los Pericos”, en la calle Sullivan, y le volví a ver después cuando trabajaba en la Policía de Migración y capturó a Fidel Castro por conspirar contra el gobierno de Cuba del general Fulgencio Batista, y le mantuvo varios días en la Cárcel de Migración de la calle Shultz y se dijo que lo había torturado. Después fue jefe de la Policía antidrogas en el aeropuerto internacional Benito Juárez, y se decía que la mejor cocaína que se consumía en México era la que él había decomisado en el aeropuerto. Luego, cuando llegué como embajador tuve la sorpresa de encontrarle de “general” y Director de la Policía del Distrito Federal, porque desde niños eran amigos con el licenciado López Portillo cuando ambos vivían en la Colonia Roma y eran los fortachones del grupo.
No tomó ni un minuto para que Durazo me contestara el teléfono y cuando le informé lo que estaba ocurriendo y me preguntó: “¿Quieres que los saquemos a chingadazos”?, a lo que de inmediato respondí que no era esa mi intención y que no me gustaría que hubiese violencia. Pero que sí le agradecería que los sacaran porque eran invasores. Durazo me felicitó por no tolerar que un grupo de campesinos tomara por asalto las oficinas de la embajada a mi cargo y por haber solicitado a las autoridades mexicanas que les desalojara en base a que el segundo punto del Artículo 22 de la Convención de Viena establece textualmente que: “El Estado receptor tiene la obligación especial de adoptar todas las medidas adecuadas para proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad”. Después me preguntó si podrían usar “por lo menos una granada de humo”, a lo cual me negué, porque entre el personal del consulado había varias mujeres y una de ellas estaba embarazada. Después me preguntó si tenía inconveniente en que los policías derribaran la puerta de madera de la entrada, y le dije que no. Me dio el nombre de un coronel estaría al mando del pelotón y que se comunicaría conmigo antes de entrar a las instalaciones.
Me asomé al balcón de mi oficina, en el quinto piso y vi que en la calle se había reunido un buen número de reporteros y camarógrafos de los noticiarios de televisión y les saludé con la mejor de mis sonrisas. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando me llamó el coronel que Durazo me había anunciado y solamente me dijo: “Aquí estamos ya señor embajador y con su permiso vamos a proceder inmediatamente a aprehender a esos invasores”. Le respondí que le agradecería mucho que no fuesen a emplear violencia, salvo que fuese indispensable. Y él me contestó: “Vea embajador, yo ya conozco a esa clase de gentes y es lamentable que vamos a tener que dar uno o dos golpes a quienes opongan violenta resistencia”. Le respondí: “Es que tengo entendido que además de hombres hay algunas mujeres, y no quisiera que las golpeen”. El coronel me contestó: “En este momento vamos a proceder a derribar la puerta. Usted disculpe”. Y pocos segundos después se oyó un estruendo cuando derribaron la puerta y el pelotón de policías entró a aprehender y desalojar a los intrusos sin darles tiempo a empuñar los machetes ni las pistolas que llevaban. Eran cerca de 80 los invasores, entre mujeres y hombres, que llevaban frazadas y alimentos enlatados suficientes para comer durante largo tiempo. Era evidente que estaban preparados para ocupar la embajada por varios días. Me enteré que los hombres recibieron por lo menos un batonazo en la cabeza cuando intentaron sacar sus armas, pero no hubo heridos graves. En menos de lo que canta un gallo los invasores fueron esposados y sacados en fila india con todo y sus enseres. Bajaron en completo orden del quinto piso, por las gradas, pero en el cuarto piso el pelotón de hombres fue sustituido por un pelotón de mujeres que les custodió hasta la calle para que los fotógrafos tomasen las fotos que quisieran y no se pudiese acusar a la Policía de haber actuado con violencia. Pocos minutos más tarde me llamó a mi teléfono directo el señor presidente de los Estados Unidos Mexicanos, licenciado José López Portillo, quien me honraba con su cordial amistad. Él era un hombre sumamente caballeroso, ilustrado y culto y a la vez que muy sencillo y amigable. Casi siempre que me llamaba por teléfono lo hacía directamente, sin que llamase por él una secretaria o un ayudante, salvo en excepcionales ocasiones. Y sus primeras palabras siempre fueron: “¿Que hubo mi embajadorazo?”. Esta vez me llamó para saber si ya estaba solucionada la situación y si no habíamos tenido algún serio contratiempo. Me felicitó por haber actuado “como se debe” y por no haber servido de caja de resonancia de los intrusos que probablemente me obligarían a soportar su presencia durante tiempo indefinido. Esto fue en febrero de 1981, exactamente un año después de la “toma pacífica” de las oficinas de la embajada de España. Y yo aproveché para comentarle que creía probable que se trataba de una venganza contra Guatemala por lo que había ocurrido un año antes en la Embajada de España. Y él me respondió: “No me extrañaría que así sea” y yo aproveché para agregar: “Pero la diferencia ha sido que en Guatemala el embajador de España estaba coludido con los campesinos y guerrilleros urbanos que tomaron su embajada y había hecho arreglos para que al mismo tiempo estuviesen en la embajada el ex Vicepresidente Cáceres Lehnhoff y el ex Canciller Molina Orantes para que sirvieran de rehenes”. A lo que López Portillo me respondió: “Te lo agradezco mucho. Si hubiesen actuado así todos los embajadores cuyas embajadas han sido invadidas, ya no habría más invasiones. Te felicito por tu actuación como embajador y te lo agradezco como amigo porque no permitiste que esos agitadores usaran la embajada de Guatemala como caja de resonancia para crear problemas a mi gobierno. Si no fuera porque comprendo que tu esposa y tus hijos estarán ansiosos de verte sano y salvo a pesar del disgusto que tuviste, te pediría que se vengas a Los Pinos a brindar conmigo y compartir una comida mexicana por el pronto rescate de tu embajada; y que lo compartamos con Durazo, a quien también quiero felicitar por su actuación”.
Los tragos, los brindis y la exquisita comida mexicana los compartimos en Los Pinos el día siguiente, solo que entonces me acompañaba mi amada esposa Anabella. Durante la comida, López Portillo me recordó que cuando sucedió la tragedia en la embajada de España en Guatemala, el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa –un trasnochado socialista de salón como hay muchos, que tenía un odio enfermizo contra los gobiernos presididos por militares– le había propuesto que México rompiese relaciones con Guatemala, como lo había hecho España, pero él no aceptó. De lo cual ya me había enterado antes.
“El Negro” Durazo me felicitó con reiteración por no haber permitido que un grupo de campesinos de una organización comunista de Oaxaca tomara por asalto la embajada a mi cargo y por solicitar a las autoridades mexicanas que les desalojara en base a que el segundo punto del Artículo 22 de la Convención de Viena establece textualmente que: “El Estado receptor tiene la obligación especial de adoptar todas las medidas adecuadas para proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad”. Después me preguntó si podrían usar “por lo menos una pinche granada de humo”, a lo cual me negué porque entre el personal del consulado había mujeres. Después me preguntó si tenía inconveniente en que los policías derribaran la puerta de madera de la entrada, y le dije que no. Me dio el nombre de un coronel que iba a estar al mando del pelotón y se comunicaría conmigo antes de entrar a las instalaciones.
Me asomé al balcón y vi que en la calle se habían reunido muchos reporteros y camarógrafos y les saludé con la mejor de mis sonrisas. No habían transcurrido diez minutos cuando me llamó el oficial que Durazo me había anunciado y solamente dijo: “Con su permiso, señor embajador, vamos a proceder”. Le respondí que le agradecería que no fuesen a emplear violencia, salvo que fuese indispensable. Pocos segundos después se oyó un estruendo cuando derribaron la puerta y el pelotón de policías entraron a aprehender y desalojar a los intrusos sin darles tiempo a empuñar las pistolas y los machetes que llevaban. Eran cerca de 80 los invasores, entre mujeres y hombres, y llevaban frazadas y alimentos enlatados suficientes para comer durante largo tiempo. Los hombres recibieron por lo menos un fuerte batonazo en la cabeza cuando intentaron sacar sus armas, pero no hubo heridos. En menos de lo que canta un gallo los invasores fueron esposados y sacados en fila india con todo y sus enseres. Bajaron en orden desde el quinto piso, por las gradas, pero en el cuarto piso el pelotón de hombres fue sustituido por un pelotón de mujeres que les custodió hasta la calle para que los fotógrafos tomasen las fotos que quisieran y no se pudiese acusar a la Policía de haber actuado con violencia.
Pocos minutos después me llamó a mi teléfono directo el señor presidente de los Estados Unidos Mexicanos, licenciado José López Portillo, quien me honraba con su cordial amistad. Era un hombre sumamente caballeroso, ilustrado y culto y a la vez sencillo y amigable. Casi siempre que me llamaba por teléfono lo hacía directamente, sin necesidad de que llamase antes una secretaria o un ayudante, salvo en excepcionales ocasiones. Me llamó para saber si ya estaba solucionada la situación y si no habíamos tenido algún contratiempo serio. Me felicitó por haber actuado “en forma impecable” y porque no permití que los intrusos me obligaran a soportar su presencia en la embajada por tiempo indefinido. Esto fue en febrero de 1981, un año después de la “toma pacífica” de las oficinas de la embajada de España.
“Si así hubiesen actuado los primeros embajadores cuyas embajadas fueron invadidas, se habrían terminado esas tomas. Te felicito por tu valiente actuación como embajador y te lo agradezco como amigo porque no permitiste que esos agitadores usaran la embajada de Guatemala como caja de resonancia para crear problemas a mi gobierno. Si no fuera porque comprendo que tu esposa y tus hijos han de estar asustados y estarán ansiosos de verte sano y salvo a pesar del susto, te pediría que vengas a Los Pinos a brindar conmigo y compartir una comida mexicana por el pronto rescate de tu embajada y que lo compartamos con Durazo, a quien también quiero felicitar”. Efectivamente, en mi casa estaban asustados y preocupados porque la televisión había estado pasando información sobre este hecho, y preferí no aceptar la invitación presidencial.
Los brindis y la comida mexicana los compartimos el día siguiente, solo que entonces me acompañó mi amada esposa Anabella. Durante la comida, mi amigo López Portillo me recordó que cuando sucedió la tragedia en la embajada de España en Guatemala, el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa –un trasnochado socialista de salón como muchos– le había propuesto que México rompiese relaciones con Guatemala, pero él no aceptó no sólo por observar la Doctrina Estrada, que dice que México tiene relaciones con los países y no necesariamente con los gobiernos, sino por nuestra amistad.